Hay días que sólo pienso en largarme corriendo de aquí.

Algunos días ya no puedes más.

Hay momentos que te superan. Que no soportas esto. Que quieres pirarte de aquí y dejar a todos con lo puesto.

Hay días eternos. Que parece que no acaban. Esos días se suceden como en una espiral ascendente de llantos, gritos y pérdidas de paciencia. Y ya no se te ocurre como cortarlo.

Esos días, a veces te muerdes el puño para evitar gritar más. Para descargar toda la rabia. Y hoy ha pasado tantas veces que te has hecho una marca.

Otras veces te metes en el baño. Y te descubres a la media hora sentada en inodoro como una zombie mirando el móvil intentando desconectar de todo el griterío.

Muchos días estás tan cansada desde que te levantas, que crees que te vas a marear. Y solo piensas en que llegue la noche para poder descansar. Pero entonces recuerdas que tienes un bebé que te reclama a cada rato. De día y de noche.

Entonces, en ese momento recuerdas tu vida de antes. La vida que podía haber sido. Lo que estarías haciendo ahora si no hubieras tenido hijos.

Y de repente, te invade el arrepentimiento, la culpa y la vergüenza por ese pensamiento. Tu deseabas ser madre, te prometiste que jamás pensarías o harías ciertas cosas que finalmente, al convertirte en madre, has acabado haciendo.

Pero lo que tu no sabes aunque no lo creas, es que todo esto que piensas no lo piensas sólo tú:

La madre sentada a tu lado en el parque también lo ha pensado, la que creías te juzgaba en la consulta del pediatra, la que te miraba en el supermercado mientras tu hijo se tiraba en el suelo, siente esto muchas veces…

Pero como no nos lo contamos, ninguna lo sabe.

Y así, de esta manera, en silencio, seguiremos sintiendo vergüenza, culpa y soledad.